No te preocupes por mí cuando vengan posarse sobre tu cabeza las nubes negras. No quieras por protegerme perder ni un solo segundo de paz; mi claridad no es más palpable que la tuya, simplemente apuesto por no fruncir el ceño por sistema, por no cerrar los ojos ante lo que me arranca una sonrisa.
No puedo calcularte los metros que podrás dar con los ojos cerrados, ni acompasar el ritmo de tus latidos con la cadencia de mis pasos; mis palabras son sólo una forma elegante de esconder el miedo ante la belleza, de no salir corriendo en el primer abrazo, de no salir a su encuentro en el primer abrazo.
No quiero no jugar para no perder, ni dejarme ganar para que no tengas que huir, sonrío si te veo sonreír, te miro si te dejas mirar. Lo demás, castillos en el aire, un hombre de arena frente al mar, si no estás ganas de verte y ganas de verte si no estás.
No quiero volver a cerrar los ojos y que el reflejo de los tuyos aparezca frente a mi de nuevo, o que al salir corriendo mi vista se quede clavada en el retrovisor. No podemos quedarnos con la duda de si al susurrarnos al oído cualquier noche nos moriremos nuevamente por besarnos.
Quiero que tu sonrisa me invite a ganar o se muera de miedo. Quiero que tu sonrisa me invite a cenar y no te mueras de miedo.
Una canción me devuelve intacto nuestro pasado (quien no se asusta al ver que la verdad es tan distinta de lo que te dan, sangre por agua a punto de salir).
Nada me importa si esta letra, cargada de salitre y vasos medio vacíos sobre una mesa, no la escribieron para nosotros, porque me devuelve con tanta nitidez nuestro vida, que podría alcanzarla como una fotografía sobre la mesita de noche.
En otro momento, esta canción hubiera llevado a mi mente por rostros vistos furtivamente en ciudades que no puedo recordar sin un mapa, en ciudades prescindibles para hallar sentido a la vida.
Pero en esta noche distinta en la que nuestras melenas de Sansón no suscitan comentarios en voz baja, en esta noche en la que somos felices como jamás lo hemos sido, estos acordes le dan al corazón un sabor añejo, casi de gran reserva, que nos hace fugarnos del cuerpo a hurtadillas, sin añozanza ni vertigo, paladeando el recuerdo como un tinto con cuerpo cosecha del 82.
Esta tierra que me besa con recelo me cambia las verdades aprendidas y en su lugar, el sueño a la mañana deja en la mesita de noche versos vacíos, chispazos de luz inconexos sin una dirección definida.
De aquella Sicilia de las epopeyas sólo quedaban los abruptos acantilados y una estirpe de marineros que cantaban en dialecto:
"coletazos de amor algunas tardes viajando en barquitos dentro del pecho, coletazos de amor cuando anochece y el vaso de ron enciende el deseo".
Buscando una mirada que fulminara el ejército de soldados tristes alojados en mi almohada me vine a la isla en donde Polifemo persiguió enfermo de celos a Galatea, y pude compropar lo oscuro que me vuelvo al decir las cosas sencillas que digo, lo complicado que resulta lo sencillo sin quererlo.
Quería encontrarme como Ulises ante la inmesidad del mar, pero su espejo sólo me devolvió la imagen de un Narciso despeinado e inseguro. Y de repente el mar, la mar, mi mar se me volvió pequeña como un acuario.
Los días se repitieron entonces como las olas entre el oleaje y la espuma mientras soñaba con inventarme en futuros posibles como mundos, en caricias prestadas como sueños. Y aunque no tenías aún nombre cuando mi voz te llamaba en mitad de la noche, tu sonrisa era como el mar recostado y luminoso que me esperaba al alba.
Haber recorrido los límites de esa isla, inmensa como una cárcel sin barrotes, me hizo descubrir los límites del propio corazón. Y si te encontré a mi regreso entre la niebla, cuando ya nada esperaba encontrar, es porque los abismos del alma se parecen a los de una isla desierta bañada por el mar.
Vaciar cada tarde el alma
del alquitrán pegado del deseo
es sólo un mal menor.
Como cuando en ciertas noches
nos metíamos en la garganta los dedos
para seguir bebiendo.
¿Qué hago con tanta muerte,
con tanta flor muerta en mi pasado?