martes, 6 de noviembre de 2012

RUFO


Cuando era un niño teníamos un pastor alemán 
en la casa de campo familiar.
Tenía un pedigree envidiable y era nieto
de auténticos campeones alemanes
en no se qué disciplina.
Poseía una intuición muy desarrollada
para empatizar con el estado de ánimo
de cualquier miembro de mi familia.

Quizá por eso nunca lo tratábamos
como un perro ni él mismo se comportaba
como tal, salvo en ciertas noches
en donde la luna llena lucía orgullosa 
en el cielo, iluminando todo el páramo
hasta el río. 

Esas noches aullaba como un lobo
(y no como un hombre) y se escapaba
con una manada de perros salvajes
que malvivía por los alrededores.

Pero Rufo, que es así como se llamaba,
seguía comportándose como un hombre
y cada madrugada, en vez de escaparse
y seguir la llamada de la naturaleza,
acababa volviendo a casa 
con las orejas bajas y el rabo entre las piernas. 

Tampoco ahí mi padre lo trataba como un perro.
Le reñía utilizando argumentos y razones
que sólo los hombres comprenden.
Él se acostaba a los pies de su amo,
sumiso como cualquier hombre
que vuelve tarde a casa y sin excusas 
en una madrugada cualquiera.

Yo nunca me escapo con perros salvajes
que malviven en mis alrededores,
pero en ciertas noches de luna llena,
al volver a casa tras un malentendido,
me acuerdo de mi perro y de que siempre 
se comportó como un hombre.
Así que agacho las orejas
y sumiso me meto en la cama
buscando esa mirada de comprensión
que buscaba mi perro y que muchas veces
yo mismo no sé ofrecer.


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